Hace apenas un par de años, la inteligencia artificial era un horizonte lejano para la mayoría. Hoy, sin darnos cuenta, se ha convertido en un hábito más de nuestra rutina digital. Escribir correos, planificar tareas, generar imágenes o resolver dudas rápidas se han vuelto gestos automáticos gracias a ChatGPT, Gemini y otros asistentes. Sin embargo, bajo esta adopción masiva se esconde un vacío difícil de ignorar: ¿por qué algo que usamos tanto genera tan poco ingreso real?
El informe “2025: El estado de la IA de consumo” revela que más de 1.7 mil millones de personas en todo el mundo han utilizado inteligencia artificial en los últimos seis meses, con entre 500 y 600 millones de usuarios diarios. Un dato que marca un punto de inflexión histórico: la IA de consumo ha dejado de ser una moda o una simple experimentación para consolidarse como un hábito cotidiano, en todas las generaciones y niveles sociales.
Pero esta expansión contrasta con una realidad incómoda: solo un 3% de todos esos usuarios paga servicios premium de IA. Incluso ChatGPT, líder absoluto en este sector, convierte en suscriptores de pago apenas al 5% de sus usuarios activos semanales. En términos económicos, hablamos de un mercado que genera ya 12.000 millones de dólares en solo dos años y medio, pero con un potencial teórico de 432.000 millones si la mayoría de usuarios adoptara una suscripción mensual estándar. Es, según el informe, una de las brechas de monetización más grandes y de más rápido crecimiento en la historia reciente de la tecnología de consumo.
Este abismo entre uso y pago tiene múltiples causas. La principal es la fortaleza de los asistentes generales gratuitos, que resuelven con eficacia la mayoría de tareas básicas sin necesidad de modelos de pago. A ello se suma la dificultad de las herramientas especializadas para diferenciarse y justificar su coste, especialmente si se basan en los mismos modelos fundacionales que los asistentes generalistas. Y, por supuesto, el hábito arraigado de la gratuidad en internet: mientras la IA “suficientemente buena” sea gratis, la motivación de pagar se reduce drásticamente.
El perfil de los usuarios también arroja luz sobre esta paradoja. La Generación Z lidera la adopción general, pero son los Millennials quienes la usan con mayor frecuencia diaria, rompiendo el patrón habitual de “más joven, más uso”. Sorprende especialmente el peso de los padres como usuarios avanzados: casi un tercio la utiliza a diario, empleándola para organizar la vida familiar, investigar temas de interés o gestionar tareas y notas. Sin embargo, ni siquiera estos grupos intensivos se convierten en suscriptores premium de forma masiva.
Entre las oportunidades latentes para cerrar esta brecha destacan sectores como salud, finanzas personales, aprendizaje personalizado y logística familiar. Áreas donde la IA aún no penetra con fuerza, pero que exigen confianza, personalización y soluciones específicas que los asistentes generales no cubren. Allí donde la complejidad, la frecuencia y la relevancia emocional se cruzan, se abren nichos para herramientas que puedan justificar modelos de negocio sostenibles y rentables.
Hoy, la inteligencia artificial de consumo vive un momento de adopción masiva sin precedentes, pero su rentabilidad sigue en entredicho. La pregunta no es si la IA formará parte de nuestro futuro –eso ya es un hecho–, sino si sus desarrolladores lograrán convertir su popularidad en ingresos estables, o si seguirá siendo un hábito disperso, útil y omnipresente, pero sin transformar realmente ni la economía digital ni la vida de sus creadores.
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