Las declaraciones llegaron tras la reciente entrada en vigor del marco europeo de regulación de IA, que busca establecer responsabilidades claras, restricciones en sistemas de alto riesgo y transparencia sobre los algoritmos utilizados. Desde Meta, la lectura es negativa: alegan que el texto carece de “flexibilidad”, que impone cargas excesivas y que podría desalentar el desarrollo de productos en la región. No es un discurso nuevo: Silicon Valley ha repetido esta cantinela desde que la UE comenzó a legislar el entorno digital. Pero en boca de Meta, ese discurso suena más a autodefensa que a análisis técnico.
Porque conviene no perder la perspectiva: hablamos de una empresa que ha hecho de la opacidad su modelo de negocio. Como recordaba al principio, esta misma semana, se ha hecho público que Meta aceptará pagar 8.000 millones de dólares como parte de un acuerdo para resolver múltiples denuncias por uso indebido de datos personales. No es un caso aislado: es un patrón. En los últimos años, Meta ha sido investigada por prácticas abusivas en la segmentación publicitaria, por su falta de control sobre desinformación, y por permitir usos indebidos de sus plataformas en contextos electorales y sociales extremadamente delicados. En este contexto, ¿cómo tomarse en serio su súbita preocupación por la proporcionalidad legislativa?
El verdadero problema de fondo es que Meta no quiere normas estrictas porque no encajan con su forma de operar. La empresa ha sido experta en sortear marcos legales, reinterpretar obligaciones y moverse siempre en los límites de lo permitido —cuando no directamente en lo prohibido. Cada nueva regulación, ya sea sobre privacidad, interoperabilidad o, ahora, inteligencia artificial, se convierte para ellos en un obstáculo que hay que debilitar o reconducir. Pero el argumento de la innovación no puede seguir siendo la excusa para un modelo tecnológico sin control ni consecuencias.
Esto no significa que la ley europea sea perfecta. Hay aspectos que probablemente deban revisarse: los mecanismos de certificación son complejos, las definiciones aún ambiguas, y la implementación práctica puede volverse un campo de fricción para startups o pequeños desarrolladores. Pero hay una enorme diferencia entre mejorar un texto legal y desactivarlo. Y Meta no busca lo primero: busca lo segundo. Reclama una “flexibilidad” que, en su lenguaje corporativo, suele significar margen para seguir haciendo lo de siempre sin demasiadas preguntas.
Como ciudadano, como periodista y como usuario de plataformas digitales, no me escandaliza que una empresa tecnológica opine sobre regulación. Lo que me preocupa es que, con el historial que arrastra, Meta se erija en portavoz de la prudencia institucional. Que una compañía con tantos frentes abiertos, tantas sanciones acumuladas y tan poca disposición al cambio pretenda ahora decirnos qué regulación es justa o necesaria. La inteligencia artificial necesita marcos claros, éticos y exigentes. Y Meta, antes de criticar lo que otros legislan, debería revisar —de verdad— lo que ha hecho con lo que ya existía.
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