Muchos soñarían con ser Mark Zuckerberg y tener presencia en Facebook (yo preferiría serlo siempre que voy al cajero automático con la tarjeta de débito en la mano, pero es por mi naturaleza pragmática). Y es que, claro, eso suena a ser Luis VI en Versalles (ojo, en Versalles, no en las Tullerías). Claro que, para eso, no basta con llamarse Mark y apellidarse Zuckerberg, también debes haber nacido el 14 de mayo de 1984, estar casado con Priscilla Chan y… sí, claro, ser el fundador de Facebook. En caso contrario, ser Mark Zuckerberg en Facebook puede ser un problema mayúsculo.
Que se lo digan a Mark S. Zuckerberg, un abogado de Indiana especializado en derecho concursal que lleva años en un extraño duelo con Meta: la plataforma le ha cerrado sus cuentas hasta cinco veces en los últimos ocho años, siempre por la misma acusación: “suplantar” a Mark Zuckerberg. Es decir, a sí mismo. La situación, digna de un sketch de comedia, tiene consecuencias muy serias, porque esas suspensiones no solo lo dejaron fuera de su red de contactos, sino que además paralizaron su inversión publicitaria y dañaron su negocio.
El abogado no se ha quedado de brazos cruzados y ha llevado el caso a los tribunales. En su demanda acusa a Meta de negligencia y ruptura de contrato, argumentando que la compañía incumplió sus propios términos al bloquear su actividad legítima. Según sus cálculos, habría perdido más de 11.000 dólares en campañas publicitarias, además de sufrir un daño reputacional que considera incalculable. Y lo más llamativo es que no se trata de un error aislado, sino de un patrón repetido durante años que ni las apelaciones lograron detener.
Meta, por su parte, ha terminado devolviéndole el acceso en varias ocasiones, admitiendo que se trataba de un error. Pero en sus comunicados insiste en que la coincidencia de nombre con el fundador de la compañía dificulta las comprobaciones automáticas. Una explicación que no deja de sonar a excusa de mal estudiante: después de todo, hablamos de una empresa que presume de tener sistemas de inteligencia artificial capaces de reconocer rostros en fotografías con asombrosa precisión, pero que no consigue distinguir entre dos usuarios con el mismo nombre.
Imagen de Mark Zuckerberg (el bueno) de su página web.
El caso pone de manifiesto los límites de la moderación automatizada en redes sociales. Los algoritmos que deben protegernos de perfiles falsos y suplantadores resultan incapaces de manejar una coincidencia tan simple como un nombre y un apellido compartidos. Lo gracioso es que la propia compañía ha promovido durante años la obligación de usar identidades reales, y ahora se ve atrapada en la paradoja de expulsar precisamente a quienes cumplen con esa regla de forma literal.
Más allá de la anécdota viral, este pleito plantea una cuestión de fondo: ¿hasta qué punto podemos confiar en sistemas que deciden sobre nuestra identidad digital sin intervención humana? Si un abogado con nombre famoso se convierte en víctima recurrente, ¿qué queda para los millones de usuarios anónimos que lidian cada día con suspensiones inexplicables y apelaciones interminables? La historia de Mark S. Zuckerberg es graciosa de contar, pero menos graciosa de sufrir.
Lo más irónico de todo es que Zuckerberg ha terminado demandando a Zuckerberg, un duelo legal tan surrealista que podría ser material para un programa de humor nocturno. Sin embargo, detrás del chiste late un problema serio: las plataformas tecnológicas han delegado tanto poder en la automatización que un simple homónimo puede convertirse en una pesadilla. Y quizá el verdadero mensaje de este caso sea que, por mucho que la inteligencia artificial avance, todavía necesitamos un poco de sentido común humano para evitar que un nombre famoso arruine la vida digital de alguien que solo quiere usar su perfil para trabajar.
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