Desde la Tierra, Marte parece un mundo inmóvil, un desierto suspendido en el tiempo. Pero bajo esa calma aparente late un planeta inquieto, modelado por una atmósfera que nunca descansa. Un nuevo estudio internacional ha revelado que los vientos marcianos soplan con mucha más fuerza de lo que se creía: ráfagas capaces de alcanzar los 158 kilómetros por hora, suficientes para mover arena, erosionar rocas y comprometer equipos científicos en la superficie.
El trabajo, publicado en Science Advances y liderado por el Instituto de Geociencias (CSIC-UCM) en colaboración con la Agencia Espacial Europea (ESA), combina más de veinte años de observaciones obtenidas por las misiones Mars Express y ExoMars Trace Gas Orbiter (TGO). Los investigadores identificaron 1.039 remolinos de polvo —los característicos dust devils marcianos— que sirvieron como marcadores naturales para reconstruir la velocidad y dirección de los vientos en distintas regiones del planeta.
El método empleado no fue directo: los científicos analizaron secuencias de imágenes tomadas por cámaras orbitales de alta resolución, midiendo el desplazamiento y evolución de las columnas de polvo entre fotogramas. Mediante técnicas de fotogrametría estereoscópica, lograron calcular trayectorias tridimensionales y estimar velocidades con un margen de error de apenas unos pocos metros por segundo. El resultado es el primer mapa global de dinámica eólica marciana con resolución temporal y espacial suficiente para distinguir patrones regionales y estacionales.
Los datos muestran que, aunque la atmósfera marciana es unas 100 veces menos densa que la terrestre, su energía dinámica no es despreciable. Las ráfagas, impulsadas por gradientes térmicos y por el fuerte contraste entre día y noche, pueden desplazar partículas finas y modificar el paisaje con una eficacia sorprendente. Las tormentas de polvo que envuelven regiones enteras del planeta se alimentan de este mismo fenómeno y son capaces de reducir la luz solar en superficie durante semanas, como ocurrió en 2018 con la misión Opportunity, que acabó silenciada bajo una capa opaca de polvo.
Este conocimiento no solo aporta una imagen más precisa de la meteorología marciana, sino que también tiene implicaciones directas para las misiones futuras. Comprender la velocidad, dirección y estacionalidad de los vientos ayudará a diseñar paneles solares más resistentes, sistemas de limpieza automática y estrategias de operación para los próximos rovers y módulos de aterrizaje. Los ingenieros de la ESA y la NASA trabajan ya en modelos que incorporan estos datos para las misiones Mars Sample Return y ExoMars Rosalind Franklin, donde incluso pequeñas acumulaciones de polvo podrían comprometer mecanismos de precisión.
En el plano científico, los resultados reabren el debate sobre la circulación global del polvo y su influencia en el equilibrio térmico del planeta. El material en suspensión absorbe y refleja radiación solar, alterando el albedo y la temperatura media de la atmósfera. También contribuye a la pérdida progresiva de vapor de agua hacia el espacio, uno de los procesos que transformaron el Marte húmedo y templado de hace miles de millones de años en el mundo árido actual. Estas observaciones son esenciales para ajustar los modelos climáticos marcianos y comprender su evolución geológica.
El estudio es, además, un ejemplo de persistencia y cooperación internacional. Veinte años de observaciones ininterrumpidas han permitido construir una serie temporal que revela la respiración lenta de un planeta. Ningún hallazgo puntual podría haberlo mostrado: solo el trabajo continuado de agencias como la ESA y la colaboración con la NASA y centros europeos ha hecho posible captar el verdadero pulso de Marte.
Y así, el planeta que durante siglos representó el silencio se nos muestra como un mundo inquieto, donde cada remolino de polvo es una huella viva de su energía. El viento, invisible desde aquí, sigue esculpiendo su superficie con la paciencia de los milenios. En esa danza constante entre polvo y vacío se esconde la historia de un planeta que aún respira, y de una ciencia que, paso a paso, aprende a escuchar su latido.
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