Tim Berners-Lee no ha dejado de pensar en la web desde que la inventó. No en su aspecto técnico, que ya entonces era revolucionario, sino en lo que podía significar para la sociedad. Tres décadas después, cuando la red ha sido colonizada por plataformas cerradas, algoritmos opacos e inteligencias artificiales entrenadas con cantidades masivas de datos, su creador sigue creyendo que es posible enderezar el rumbo. Y lo dice sin nostalgia, con la convicción del que ha vivido suficientes ciclos como para no dar nada por definitivo.
Una entrevista publicada por The Verge recoge esa mezcla de crítica lúcida y optimismo reservado que define hoy al inventor del World Wide Web. Berners-Lee reconoce que la web no ha seguido el camino que imaginó. La descentralización, uno de sus principios fundacionales, ha sido sustituida por un puñado de empresas que concentran el tráfico, los datos y la atención. Al mismo tiempo, la inteligencia artificial ha entrado en escena como nuevo factor de tensión, alimentándose de contenido web sin que los usuarios —ni siquiera los creadores— tengan control sobre cómo se usan sus datos.
Sus preocupaciones son claras. En su opinión, el modelo actual rompe el contrato social original de la web, un pacto no escrito según el cual los usuarios y los desarrolladores compartían un entorno abierto y colaborativo. Hoy, ese ecosistema se ha transformado en una estructura extractiva donde los datos personales son la moneda y el diseño de la red responde más a intereses comerciales que a principios técnicos. Aun así, Berners-Lee insiste en que la web no está condenada. No todo está perdido.
En su visión, aún es posible rescatar el espíritu que impulsó los primeros años de Internet. La clave, dice, está en reconstruir la arquitectura de la red sobre fundamentos éticos y técnicos que devuelvan al usuario el control. Para ello, apela a una alianza entre la comunidad técnica, las universidades y las organizaciones de estándares, como ocurrió con el nacimiento del consorcio W3C. Berners-Lee no idealiza el pasado, pero sí defiende que hay formas probadas de crear tecnologías interoperables y abiertas.
Su propuesta concreta es Solid, un proyecto impulsado por la empresa Inrupt que pretende rediseñar cómo se almacenan y comparten los datos personales en la web. Solid se basa en la idea de que cada usuario debería tener un “pod” o contenedor personal donde se almacenen sus datos, y que las aplicaciones pidan acceso sin apropiarse de ellos. Sobre este modelo construyen herramientas como Charlie, un agente personal con IA que no pertenece a ninguna empresa y actúa como asistente del usuario, no como espía ni recolector de información.
Esa diferencia es clave en la forma en que Berners-Lee piensa la inteligencia artificial. No se opone a ella en abstracto, pero sí advierte de sus riesgos cuando se desarrolla sin control público o sin respeto por los estándares que han hecho posible la web. Para él, una IA útil no necesita extraerlo todo, sino trabajar con lo que el usuario decida compartir. En ese sentido, los agentes personales podrían ser una solución que combine las capacidades de la IA con el respeto por la privacidad y la soberanía digital.
En un momento donde la tecnología se mueve al ritmo de las grandes inversiones y la innovación parece dictada por unos pocos actores, Tim Berners-Lee sigue representando una idea distinta: la tecnología como herramienta común, moldeada por principios compartidos y al servicio del bien público. Su figura es, en cierto modo, una anomalía. Pero también un recordatorio de que la web no nació para servir a unos pocos, sino para conectar a todos. Y aunque el presente no le dé la razón, su voz sigue siendo necesaria.
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