Netflix lleva años persiguiendo la gran epopeya de ciencia ficción que pueda sostenerse como franquicia propia, algo con el brillo de Star Wars y el impacto cultural de Juego de Tronos. En ese contexto, White Horse parecía, sobre el papel, la oportunidad perfecta: un proyecto “visionario”, ambicioso hasta el exceso y liderado por un director convencido de estar construyendo un universo llamado a marcar época. Lo que nadie en la plataforma imaginaba entonces es que aquella promesa terminaría convertida en un culebrón judicial donde la épica se quedaría en los documentos del caso.
La historia arranca en 2018, cuando Carl Rinsch, protegido de Ridley Scott y director de 47 Ronin, presenta a Netflix un tráiler y seis episodios preliminares de White Horse financiados en parte con su propio dinero. Ejecutivos como Cindy Holland y Peter Friedlander describieron ese metraje como “impactante” y “visionario”, con un acabado visual que, según su testimonio, no se parecía a nada que hubieran visto antes. Sobre esa base, la plataforma decidió apostar fuerte: un acuerdo inicial de 44 millones de dólares para producir una primera temporada de formato corto, con unos trece episodios y unos 120 minutos de duración total.
El mundo que proponía White Horse no se quedaba atrás en ambición. La serie presentaba una humanidad enfrentada a seres de “Inteligencia Orgánica”, artificiales pero indistinguibles de los humanos, que tras ser descubiertos se retiraban a ciudades propias, amuralladas y cerradas al resto del mundo. Sobre ese escenario se construían tensiones políticas, traiciones de tono casi shakespeariano y una mitología pensada desde el principio para sostener secuelas, spin-offs y expansión transmedia. Rinsch llegó a explicar que veía el proyecto como una franquicia destinada a rivalizar con los grandes universos de la cultura pop moderna.
Netflix no solo puso el dinero; también cedió el control. Rinsch obtuvo el codiciado final cut, algo nada habitual cuando hablamos de presupuestos de decenas de millones de dólares y antecedentes comerciales tan irregulares como los de 47 Ronin. Esa combinación de cheque generoso y libertad casi absoluta es clave para entender lo que vino después. La producción se alargó, los costes se dispararon, y en 2020 la plataforma aprobó un pago adicional de 11 millones de dólares para que el director pudiera completar la temporada. A partir de ahí, la línea que separa la visión artística del descontrol presupuestario empezó a hacerse peligrosamente fina.
Según la acusación, esa segunda inyección de dinero apenas se tradujo en avances reales en la serie y sí, en cambio, en un estilo de vida muy alejado del plató. Entre las partidas más llamativas destacan varios Rolls-Royce, que Rinsch justificó como parte de una idea creativa bautizada como el “Calvacade”: una procesión de coches de lujo que, en su visión, transportaría diplomáticos a través de una especie de tierra de nadie entre el mundo humano y las ciudades de los seres artificiales. Sobre el papel, puro simbolismo de ciencia ficción; en los registros de propiedad y seguros, coches de alta gama a nombre del director, sin rodaje efectivo que los respaldara.
El juicio, que se ha resuelto recientemente con un veredicto de culpabilidad por fraude, ha servido para ver por fin más de White Horse de lo que Netflix llegó a enseñar jamás. La fiscalía mostró a los jurados los episodios preliminares, el tráiler y parte del concept art que Rinsch utilizó para vender su visión, mientras los abogados defensores insistían en que nadie invierte años de trabajo, rodajes en varios países y toneladas de material visual si su intención desde el principio es estafar a quien financia el proyecto. El problema, a ojos del tribunal, no parece haber sido la falta de ideas, sino el destino del dinero que debía convertir esas ideas en una serie completa.
Para Netflix, el caso deja una cicatriz incómoda. La compañía no solo fue seducida por un proyecto de alto riesgo, algo comprensible en un mercado donde diferenciarse es cada vez más caro, sino que mantuvo la confianza pese a los sobrecostes, los retrasos y la falta de resultados tangibles. La sensación que deja White Horse es la de un sistema donde, durante demasiado tiempo, nadie se atrevió a poner freno a una visión que se alejaba cada vez más de cualquier calendario razonable de producción.
Al final, White Horse no se ha estrenado en la plataforma que la financió ni ha tenido ocasión de demostrar si aquel universo de inteligencias orgánicas y ciudades amuralladas habría merecido la inversión. Ha quedado atrapada entre discos duros, documentos judiciales y testimonios cruzados. Y, con ello, se ha convertido en algo distinto: un ejemplo casi perfecto de lo que ocurre cuando el mito del creador-genio sin límites se encuentra con los recursos casi ilimitados del streaming. Una serie que nunca existió como tal, pero que ha terminado contándonos una historia bastante reveladora sobre cómo funciona —y cómo puede salir mal— la industria del contenido en la era de los cheques gigantes.
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