Meta ha anunciado que dejará de permitir la publicación de anuncios políticos, electorales y sobre cuestiones sociales en la Unión Europea a partir de octubre de este año. La medida afectará a Facebook e Instagram y se aplicará de forma indefinida, o al menos eso aseguran desde la compañía. La razón oficial: la entrada en vigor del Reglamento (UE) 2024/900, sobre Transparencia y Segmentación de la Publicidad Política, más conocido por su acrónimo TTPA, una normativa que establece nuevos requisitos para identificar, supervisar y regular la publicidad que puede influir en procesos democráticos. La razón real, sin embargo, parece tener más que ver con el negocio que con los principios.
Porque si algo ha quedado claro en los últimos años, es que Meta solo se adapta a la normativa cuando no tiene otra opción, y que cualquier avance en materia de transparencia o protección de derechos se convierte en un problema cuando choca con su modelo de ingresos. No es la primera vez que la compañía recurre al chantaje institucionalizado: ya lo hizo en Australia, bloqueando el acceso a noticias cuando se le exigió pagar por su uso, y ha mostrado su malestar de forma reiterada con el marco regulador europeo, especialmente con el reglamento de IA. Esta decisión no es, por tanto, un ejercicio de responsabilidad, sino una maniobra para evitar tener que cumplir con una legislación que le exige rendir cuentas.
El TTPA busca precisamente poner coto a prácticas opacas y peligrosas, como la microsegmentación basada en datos personales o el uso de técnicas de manipulación emocional para orientar el voto. Para Meta, sin embargo, el problema no es que esas prácticas puedan erosionar la democracia, sino que implementar los controles necesarios para evitarlas supone costes añadidos y un posible freno a su capacidad de monetizar. En lugar de asumir esos compromisos, opta por retirarse del tablero, lanzando un mensaje implícito a Bruselas: si no me dejas hacer las cosas a mi manera, no juego.
El cinismo de esta postura resulta aún más evidente si recordamos el papel de Meta en el escándalo de Cambridge Analytica, que reveló cómo millones de datos personales fueron explotados sin consentimiento para campañas políticas ultrasegmentadas. En lugar de actuar como un actor responsable en el espacio digital, Meta ha preferido mantener una estructura diseñada para maximizar ingresos aunque eso implique asumir riesgos reputacionales y regulatorios. Que ahora se presente como víctima de un entorno normativo excesivo es, como poco, grotesco.
La medida tendrá un impacto directo en partidos, candidatos y organizaciones sociales que utilizan las plataformas de Meta para difundir mensajes, captar apoyos o informar sobre iniciativas. Pero esa afectación no es fruto de la normativa, sino de la negativa de Meta a adaptarse a un entorno más transparente y justo. Otras plataformas —más pequeñas, con menos recursos— ya están preparando los ajustes necesarios para cumplir con el TTPA. Meta, en cambio, prefiere el todo o nada.
Cabe preguntarse si esta estrategia funcionará. Si la presión conseguirá suavizar los requisitos del reglamento o si, por el contrario, servirá como confirmación de que medidas como el TTPA son más necesarias que nunca. La respuesta no está en los despachos de Bruselas, sino en la capacidad de los legisladores para sostener una visión de Internet que no esté supeditada a los intereses de un puñado de empresas tecnológicas.
Lo que sí podemos afirmar ya es que este movimiento vuelve a retratar a Meta. Una compañía que, cuando tiene que elegir entre ética y negocio, escoge siempre el camino más rentable. Y que, mientras otros construyen reglas para proteger el espacio público digital, se dedica a buscar cómo eludirlas o, directamente, evitarlas.
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