Recuerdo bien, y seguro que Bill Gates también, aquel tiempo en el que la mochila pesaba menos porque habíamos cambiado el discman y un buen puñado de CDs por un único reproductor de música. Era un iPod, sí, pero en otros bolsillos llevábamos también una cámara digital compacta, un navegador GPS para el coche y, para los más organizados, una PDA Palm o Windows Mobile. Cada dispositivo cumplía su función sin estorbar a los demás. Éramos dueños de una pequeña constelación tecnológica que brillaba con la promesa de la modernidad, hasta que alguien predijo que su tiempo tenía fecha de caducidad.
En 2005, durante una entrevista con Frankfurter Allgemeine Zeitung, Bill Gates aseguró que la tecnología pronto reuniría en un solo aparato todas esas funciones dispersas. Habló de la convergencia de dispositivos, impulsada por la necesidad de software sofisticado y por la comodidad inevitable que demandarían los consumidores. Fue más allá y señaló directamente al iPod, entonces icono de la era digital, para advertir que su liderazgo no duraría para siempre, igual que Apple había perdido el dominio del Macintosh antes de reinventarse.
Apenas dos años después, el mundo asistía al anuncio del iPhone. Con él, la música dejó de necesitar un reproductor dedicado. Las cámaras digitales de gama baja y media vieron su mercado desplomarse. Los navegadores GPS fueron relegados a una aplicación más y las PDAs murieron sin remedio, absorbidas por la nueva categoría de smartphone. Esa convergencia no solo dio lugar a un producto revolucionario; definió el camino de toda la industria tecnológica durante los siguientes quince años.
El propio iPod, símbolo de aquella primera revolución portátil, vivió su ocaso sin grandes ceremonias. Apple descontinuó el iPod Nano y Classic en 2014 y, tiempo después, el iPod Touch, dejando claro que su ecosistema se reorientaba en torno al iPhone y la App Store. Fue un giro estratégico que aseguró su dominio en el mercado móvil, diversificando ingresos con aplicaciones y servicios cuando el hardware dejó de ser suficiente por sí mismo para liderar.
Paradójicamente, y pese a haber anticipado con precisión este giro, Microsoft no consiguió aprovechar la oportunidad que Bill Gates había señalado con tanta claridad. Windows Phone llegó tarde, sin el apoyo de un ecosistema de apps fuerte ni la integración perfecta que Apple ofrecía. Android ocupó el resto del espacio. La visión estratégica de Gates quedó demostrada, pero no se tradujo en liderazgo para su propia compañía.
Hoy, cuando la inteligencia artificial asoma como la próxima gran convergencia, la historia parece dispuesta a repetirse. Asistentes generativos como Copilot, Gemini o ChatGPT prometen transformar el software en una experiencia predictiva, proactiva y autónoma. La pregunta ya no es si un único dispositivo reunirá nuestras herramientas digitales, sino qué compañía será capaz de integrar la IA como columna vertebral de todos sus servicios y productos, y cómo eso alterará la relación que tenemos con la tecnología.
Vuelvo la vista a aquellos días en los que cambiar de dispositivo significaba cambiar de propósito. Ahora, cuando miro mi smartphone, veo todo lo que sustituyó y todo lo que pronto será sustituido en él. Y me pregunto si existe hoy alguien como Bill Gates en 2005, capaz de predecir no solo el ocaso de lo que adoramos hoy, sino también la forma que adoptará la tecnología dentro de veinte años, cuando incluso este teléfono parezca tan remoto como un iPod de rueda táctil.
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