K2-18b ha sido, desde hace años, uno de esos nombres que sobreviven al ciclo mediático y vuelven cada cierto tiempo, reclamando su espacio entre los pocos exoplanetas que han despertado un interés sostenido en la búsqueda de vida más allá de la Tierra. Lo hizo en 2019, cuando unas observaciones del telescopio Hubble detectaron vapor de agua en su atmósfera. Y lo vuelve a hacer hoy, con la publicación de un nuevo estudio en The Astrophysical Journal Letters que profundiza en su atmósfera y abre nuevas preguntas —y cautas posibilidades— sobre su habitabilidad.
Situado a unos 120 años luz de nuestro planeta, en la constelación de Leo, K2-18b es un mundo que orbita una estrella enana roja dentro de la llamada “zona habitable”. Su masa, unas 8,6 veces la de la Tierra, y su radio, 2,6 veces mayor, lo colocan en la categoría de “súper Tierras” o, más específicamente, de los llamados mundos Hycean: planetas con océanos globales bajo atmósferas ricas en hidrógeno. Este tipo de planetas no tiene equivalente en nuestro sistema solar, pero su baja densidad y atmósferas extensas los hacen especialmente adecuados para el análisis espectroscópico.
El nuevo estudio, liderado por el equipo del astrofísico Nikku Madhusudhan, utiliza datos del espectrógrafo MIRI del telescopio espacial James Webb para observar el espectro infrarrojo medio del planeta durante un tránsito. Este tipo de análisis permite estudiar la composición química de la atmósfera al observar cómo filtra la luz de su estrella anfitriona. Y lo que han encontrado es, cuanto menos, interesante: indicios estadísticamente significativos de dimetil sulfuro (DMS) y disulfuro de dimetilo (DMDS), dos compuestos organosulfurados que, en la Tierra, tienen un fuerte vínculo con procesos biológicos.
Conviene poner el hallazgo en contexto. Ya en 2023, el JWST había detectado dióxido de carbono y metano en la atmósfera del planeta, dos moléculas que refuerzan la hipótesis de un mundo Hycean. Pero aquella primera mención al DMS fue muy preliminar. Ahora, con un instrumento distinto y una nueva banda espectral, los modelos de recuperación atmosférica han identificado nuevamente su firma, con una significación cercana a las 3 sigmas. No es una prueba concluyente, ni mucho menos —hace falta alcanzar niveles de al menos 5 sigmas para hablar de detección robusta—, pero sí es una evidencia independiente que invita a seguir mirando.
¿Significa esto que hay vida en K2-18b? No necesariamente. O, al menos, no lo podemos afirmar. Lo que sí podemos decir es que ciertas condiciones atmosféricas observadas en el planeta son compatibles con procesos biológicos, aunque también podrían tener explicación mediante química no biológica. Por ejemplo, se sabe que DMS y DMDS pueden generarse abióticamente bajo ciertas condiciones de laboratorio, pero su rápida degradación atmosférica haría improbable mantener concentraciones altas sin una fuente continua. Y aquí es donde entra la especulación: ¿podría haber procesos microbianos en un océano subterráneo que estén alimentando esa atmósfera?
La cautela es, como siempre, imprescindible. Los modelos dependen de múltiples variables aún poco comprendidas: desde las secciones de absorción espectral bajo condiciones extremas, hasta la química fotoatmosférica en mundos con atmósferas ricas en hidrógeno. Tampoco se ha detectado H₂S, necesario para algunos procesos abióticos, ni se han identificado otras moléculas clave con claridad. Lo que sí sabemos es que el James Webb ha vuelto a demostrar su capacidad para profundizar allí donde sus predecesores solo vislumbraban sombras.
El equipo científico ya ha solicitado nuevas observaciones. Se estima que con uno o dos tránsitos adicionales sería posible aumentar la significación estadística del hallazgo hasta niveles que permitan validarlo o descartarlo. Mientras tanto, K2-18b sigue siendo ese planeta que hace soñar a los astrobiólogos y que, sin aspavientos, va ganando peso como uno de los mejores candidatos conocidos para la búsqueda de vida fuera del Sistema Solar.
Desde mi punto de vista, lo más valioso no es tanto la posibilidad —remota y todavía incierta— de que haya algún tipo de vida en ese océano lejano, sino el modo en que este tipo de investigaciones nos obliga a redefinir qué entendemos por “habitable”. No estamos hablando de civilizaciones ni de criaturas complejas. En el mejor de los casos, estaríamos ante un tipo de vida elemental, microbiana, que quizá ni siquiera reconocemos del todo. Pero si se confirma… ¿no sería ese, ya, un cambio radical en nuestra visión del universo?
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