Hubo un tiempo, y no hace tanto, en el que Windows no solo era el sistema operativo dominante, sino el escenario mismo donde ocurría toda la informática personal. Cada programa, cada archivo, cada ventana abierta en el escritorio reforzaba la idea de que el mundo digital empezaba y terminaba en ese logotipo azul, blanco, verde y rojo. Hoy, sin embargo, esa hegemonía se desdibuja poco a poco, y los últimos datos muestran que su trono ya no es tan sólido como parecía.
Según cifras de Microsoft, Windows cuenta ahora con poco más de mil millones de dispositivos activos. Aunque el número suena impresionante, representa una caída abrupta desde los 1.4 mil millones de hace solo tres años, lo que implica que 400 millones de dispositivos han dejado de usarlo en ese periodo. Una pérdida que refleja no solo cambios en el consumo tecnológico, sino también errores estratégicos que la propia Microsoft ha cometido en su camino.
Una de las principales razones de este descenso es la transformación del dispositivo principal para millones de personas. Donde antes era impensable trabajar, comunicarse o entretenerse sin un PC, hoy los smartphones y tablets han ocupado ese lugar. Sus procesadores son capaces de tareas de productividad y edición básica; sus aplicaciones cubren mensajería, redes, compras, vídeo y prácticamente cualquier necesidad cotidiana. Para muchos, el ordenador ha dejado de ser esencial.
Sin embargo, el retroceso de Windows no se debe solo al auge de la movilidad, pues parte de sus usuarios han migrado a otros sistemas de escritorio. macOS ha visto un crecimiento sostenido gracias a la llegada de los chips Apple Silicon, que han mejorado rendimiento y eficiencia energética hasta niveles antes reservados a ultrabooks premium. También Linux, tradicionalmente relegado al ámbito técnico o educativo, se abre camino en administraciones y empresas europeas que buscan soberanía digital y ahorro en licencias, como en Alemania, Dinamarca o Francia.
A esto se suman los errores propios de Microsoft con Windows 11. Su estrategia de imponer requisitos de hardware restrictivos –como el TPM 2.0 o procesadores relativamente recientes– ha dejado fuera a millones de equipos que aún funcionaban perfectamente con Windows 10. Además, las mejoras funcionales de Windows 11 no han resultado lo suficientemente atractivas para el usuario medio, que percibe el sistema más como un cambio estético que como una actualización necesaria. La adopción sigue siendo lenta, y el final de soporte de Windows 10 en octubre no garantiza un cambio masivo inmediato, especialmente si implica renovar hardware.
Este conjunto de factores dibuja un panorama en el que Windows ya no es imprescindible para muchos usuarios generales. La combinación de smartphones más potentes, aplicaciones web, servicios en la nube y dispositivos alternativos ha fragmentado el dominio del PC tradicional. El escritorio sigue siendo clave en sectores profesionales, creativos y de gaming, pero su alcance social y cultural como “ordenador para todo” ya no existe.
Quizá por eso, el futuro de Windows se juegue más allá de sus versiones numéricas. En un mundo donde la nube y la convergencia de dispositivos definen la experiencia digital, Microsoft tendrá que decidir si Windows continúa como pilar central o si se transforma en un servicio integrado dentro de un ecosistema mayor. Porque si algo nos enseñan estos 400 millones de usuarios perdidos es que el escritorio ya no es el centro del mundo. Y la próxima gran revolución de la informática, sea cual sea su forma, probablemente no empiece ni termine en una ventana con bordes azules.
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