Mirar hacia arriba, en busca de estrellas, fue durante siglos una forma de recordar que el universo estaba ahí, esperando. En la quietud de la noche, con suerte y alejados de la contaminación lumínica, aún podíamos rastrear constelaciones, contar satélites ocasionales y sentirnos parte de algo vasto y remoto. Pero esa experiencia se está desvaneciendo. No porque ya no miremos, sino porque el cielo ha comenzado a llenarse de algo más. De un resplandor que no proviene de las ciudades, ni de la Luna, ni de las nubes. De miles de satélites que, sin hacer ruido, están robándonos la oscuridad.
Un estudio recién publicado en Nature alerta de un fenómeno que hasta hace poco era difícil de medir, pero ya no se puede ignorar: el cielo nocturno se está volviendo más brillante incluso en zonas sin farolas, carreteras o núcleos urbanos cercanos. El motivo no es terrestre, sino orbital. Los miles de objetos que pueblan la baja órbita terrestre —la mayoría de ellas satélites comerciales— están reflejando y dispersando la luz solar, generando un brillo difuso que altera la oscuridad natural del cielo. Los investigadores estiman que el incremento global medio en luminosidad ya ronda el 10%, una cifra suficiente para comprometer observaciones astronómicas incluso desde observatorios protegidos.
Actualmente hay unos 9.000 satélites activos en órbita, y la gran mayoría han sido lanzados en los últimos cinco años. Proyectos como Starlink, de SpaceX, han abierto la veda de las llamadas megaconstelaciones: redes compuestas por decenas de miles de satélites con fines de comunicación e internet global. Solo Starlink ya ha puesto en órbita más de 5.000 unidades, y tiene autorización para desplegar otras 12.000. Otras compañías como Amazon (con su proyecto Kuiper) y múltiples agencias estatales prevén hacer lo mismo. De cumplirse todas las previsiones, podríamos ver más de 60.000 satélites en órbita baja para 2030.
Este aumento masivo tiene un impacto directo sobre la ciencia. Los telescopios terrestres, diseñados para captar señales débiles y tenues, se ven obstaculizados por el velo artificial que ahora recubre el firmamento. No se trata solo de las estelas visibles que cruzan fotografías de larga exposición, sino de una niebla constante de fotones reflejados que dificulta detectar objetos lejanos, como galaxias jóvenes, exoplanetas o asteroides. El cielo ya no es una pizarra limpia sobre la que proyectar las preguntas más ambiciosas de la humanidad.
Lo más paradójico es que esta amenaza viene disfrazada de beneficio. Los satélites de comunicación prometen una conectividad global sin precedentes, llevando internet a regiones remotas y mal conectadas. Pero lo hacen a costa de sacrificar algo mucho más antiguo y frágil: nuestra ventana al universo. Es el eterno dilema: ¿cómo equilibrar el progreso técnico con la preservación de lo que nos conecta simbólicamente con el cosmos? ¿Acaso no hay otra forma de llevar señal a la Tierra que no implique ocultar el cielo?
Por si fuera poco, el problema no es solo visual. Una órbita baja saturada también incrementa los riesgos de colisiones en cadena (el temido síndrome de Kessler), la generación de basura espacial incontrolable y la degradación acelerada de ecosistemas orbitales vitales para la navegación, la meteorología y las comunicaciones. Cada satélite lanzado sin una estrategia clara de retirada o desorbitado responsable es una amenaza a largo plazo. No hay tráfico que no necesite normas, y el espacio está empezando a parecer una autopista sin límites de velocidad.
Y entonces, cuando nos asomamos al exterior en una noche despejada y no encontramos las estrellas que nos enseñaron nuestros padres, cabe preguntarse: ¿de verdad valía la pena? ¿Hemos ganado tanto como para justificar que el cielo ya no sea el mismo? Tal vez no estemos perdiendo solo una vista bonita. Tal vez estemos dejando atrás una parte esencial de nuestra cultura, de nuestra ciencia, y de nuestra capacidad de imaginar. Lo que está en juego no es solo el presente de las telecomunicaciones, sino la posibilidad misma de mirar hacia arriba y seguir haciéndonos preguntas.
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