Hay personas que tienen visiones de futuro. Y luego está Mark Zuckerberg. Siempre con la mirada puesta en ese horizonte lejano donde su empresa, Meta, reina como dueña y señora del siguiente gran salto tecnológico. Esta vez, el CEO más virtual del planeta ha decidido que el futuro pasa por unas gafas. Pero no unas cualquiera: gafas con inteligencia artificial, capaces de ver, oír y hablar contigo. Y si no las usas, según él, acabarás en desventaja cognitiva. Lo dice con la misma convicción con la que, hace cerca de cuatro años, nos aseguró que pasaríamos nuestras vidas en un Metaverso de avatares sin piernas.
Durante la llamada con inversores tras los resultados del segundo trimestre, Zuckerberg desplegó su entusiasmo habitual por un porvenir aún no patentado. “Las gafas van a ser la forma ideal de interactuar con la IA”, afirmó, defendiendo que al permitir al asistente ver lo que tú ves y oír lo que tú oyes, se abre la puerta a una nueva dimensión de asistencia digital. Añadir un visor a ese armazón, argumentó, permitirá desde hologramas flotantes hasta displays compactos para tareas cotidianas. Si no llevas unas, asegura, simplemente quedarás rezagado en la evolución mental de la especie. Tal cual.
Ahora bien, cabe preguntarse cuántas veces más vamos a escuchar a Zuckerberg describir un futuro radiante que nunca llega. Porque esta no es la primera vez que el fundador de Facebook lanza un órdago sobre el mañana. Su apuesta por el Metaverso se convirtió en uno de los mayores ejercicios de pirotecnia corporativa de la última década, con una inversión multimillonaria que produjo una plataforma estéticamente dudosa, conceptualmente vacía y comercialmente irrelevante. Mientras tanto, Facebook se ha estancado en su envejecimiento prematuro, convertido en un ecosistema dominado por cuentas inactivas, contenido reciclado y bots con nostalgia. Ah, y muchas noticias falsas y desinformación.
Reality Labs, el brazo encargado de hacer realidad todas esas fantasías, ha costado desde 2020 la friolera de casi 70.000 millones de dólares. Solo en el último trimestre, sus pérdidas superaron los 4.500 millones. Pero no todo es humo: las Ray-Ban Meta, por ejemplo, han generado ingresos que triplican los del año anterior. Aunque siguen siendo, en esencia, un accesorio de nicho, más cerca de un experimento de marketing que de la revolución de los smartphones que Zuckerberg parece imaginar. Las Oakley Meta también están ahí, pero sin mover las placas tectónicas del mercado.
Eso sí, no está solo en su entusiasmo por llevar gadgets a la cara. OpenAI compró por 6.500 millones de dólares la startup de Jony Ive para explorar dispositivos de IA para consumidores. Startups como Humane, Limitless o Friend juegan con ideas similares: pines que responden a tu voz, colgantes que te escuchan. El ecosistema todavía no ha encontrado su killer device, pero la exploración está en marcha. En ese contexto, las gafas tienen sentido: son socialmente aceptables, muchas personas ya las usan, y ofrecen un punto intermedio entre utilidad y comodidad. Pero eso no convierte a Zuckerberg en un visionario, solo en un jugador más del tablero.
La otra gran promesa de estas gafas es “fusionar el mundo físico con el digital”. Un mantra que ya sonaba vacío en tiempos del Metaverso, y que ahora vuelve reciclado como excusa para justificar una división entera que arde en pérdidas. ¿Queremos realmente una capa digital superpuesta a nuestra vida real, narrada por una IA que lo ve todo y lo comenta en tiempo real? Puede que haya usos útiles, sí. Pero la distancia entre una herramienta práctica y una distopía de ciencia ficción corporativa no es tan grande cuando la financiación es ilimitada y la autocrítica brilla por su ausencia.
Personalmente, no tengo claro si el futuro llevará gafas, implantes neuronales o un pin en el cuello que nos diga el tiempo. Lo que sí tengo claro es que las profecías que llegan de Menlo Park necesitan pasar primero por un tamiz de escepticismo. Porque Zuckerberg no es un visionario incomprendido. Es un directivo con historial de promesas rotas, ahora disfrazado de futurólogo con complejo de vendedor ambulante. Uno de esos que se suben a una caja en mitad del mercado y te aseguran que su tónico sirve lo mismo para curar la miopía que para resolver la existencia. Solo que aquí, la caja cuesta 70.000 millones y aún sigue vacía.
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